
Espero que nos volvamos a ver todos en Zaragoza esos días.
Nada tiene importancia si no hay toro. Por una fiesta íntegra.
JESÚS MIGUEL MARCOS - 07/02/2008
El Barrio es José Luis Figuereo, paisano de España. Estornuda y llena un par de pabellones. Galicia, País Vasco, Andalucía, León, Cantabria, Catalunya... El Barrio derriba ideologías a manotazos. A principios de marzo llenará dos días el Palacio de Deportes de Madrid –36.000 personas, oigan ustedes–, pero es que hace un par de semanas hizo lo propio en el Olímpico de Badalona.
“Soy un outsider”, reconoce El Barrio vía telefónica, mientras hace compras en El Corte Inglés de Sevilla. “Soy inaccesible, no me pinchan en las radios ni salgo en las teles, no recojo premios. Lo mío es el boca a boca y el hacer bien las cosas”. El Barrio es un Superman de la música. ¿Quién llamó ridícula a Lois Lane por no descubrir al superhéroe detrás de las gafotas de Clark Kent?
El hombre del sombrero
Con El Barrio, lo crean o no, sucede igual, sólo que con su sombrero. Se pone el sombrero y canta para salvar a sus miles, más, cientos de miles de fans; luego baja del escenario, se quita el sombrero y es nadie. “Me gusta ser así, me puedo permitir el lujo de salir a la calle y que no me reconozcan. Porque vivir con alguien al lado que te da la coña todo el rato es insufrible”, comenta Figuereo. Ojo al dato: de los 50 discos más vendidos en España en 2007 sólo uno, ¡uno!, no pertenecía al conglomerado-aglomerado de las cuatro compañías del apocalipsis –Universal, SonyBMG, Warner y EMI–, y ese disco fue La voz de mi silencio, de El Barrio, editado por discos Senador. No es de extrañar, por tanto, que luego cante eso de: Hoy he sentido al despertarme/ Unos recuerdos muy grandes/ Que me han hecho sentir más hombre/ Que me han hecho sentir más grande. “A mí no me gusta ser un número. Las multinacionales me tentaron, pero yo en Senador estoy muy bien”, confiesa. Su música, hay que reconocer, no tiene mucho misterio: lenguaje callejero y estribillos pegadizos con un sonido que va del rock urbano a la canción fla-menca. Irresistible para las masas. El Barrio lo confirma, “yo hago canciones para que le gusten a la gente”. Con nueve discos a sus espaldas y cientos de miles de copias vendidas, Figuereo ya no necesita dorar la píldora a nadie: “Mi referente como artista es Dios. Ya estoy cansado de nombrar a gente y que ellos nunca me nombren a mí, cuando yo sé que están escuchándome todo el día”. Amén.
De mi mayor aprecio y consideración, distinguido señor conde:
Nada me place más que daros respuesta de vuestras cartas, que de Abril a Abril, con mensajes de aliento y prosperidad queréis hacerme llegar como obsequioso testimonio de vuestra ya vieja amistad con la que habéis querido distinguirme.
No puedo sino lamentar, como no podía ser de otra manera, a fe mía, la desgraciada suerte de las tropas del rey, nuestro Señor, batidas en franca derrota frente al enemigo invasor, que, como nunca, se ha mostrado fiero y despojado de toda piedad. Las noticias de la caída de Madrid llegaron precedidas de pronósticos agoreros de mala fortuna; y cómo habrá sido aquélla que cuando se tuvo noticia en firme de los hechos, palidecieron las notas vaticinosas y malhadadas de la plebe, que en esta parte del país suele ser a la par que supersticiosa de mucha pobreza en asuntos foráneos, pero de un coraje a toda prueba cuando al terruño atañe, como a continuación me apresuro imponerle a Vd.
Poco después de los hechos de armas, tan desiguales y que enlutan a nuestra querida España, victoriosa hueste de soldados en aventada francachela y grande vicio, llegó a esta aldehuela de Jaén donde, como bien sabe Vd., nada puede ser peor para el pacífico aldeano, que masculla torvo su encono por la invasión, que le frustren un domingo de corrida. El encierro, como pocos domingos había sido el pasado día de ayer, de los buenos; seis hermosos toros del Jaral esperaban oteando al viento su salida al coso desde los chiqueros donde se apiñaban. Es conocido aquello “del buen ganado el de los hierros de D. Vicente Gómez”, pues de su dehesa más de un toro ha hecho historia en los ruedos nacionales. Pese a los bandos de prohibición de toda reunión, la plaza estaba de tope a tope. El cartel atractivo en extremo anunciaba nada menos que al El Navarro, en un mano a mano con Chiclano II. La grita y fanfarria de los asistentes, tan magnánimos al procurarlos, como avaros en prodigar aplauso, atronaban ya los aires en abierta protesta por el retraso.
Las tres y tres cuartos de hora había doblado la mayor de Santa Honorata y el presidente no ordenaba la clarinada que es señal para iniciar el paseíllo… entonces, llegó un momento nada esperado: Lejos de abrirse la puerta de toriles dando paso al primero de la tarde, irrumpió una soldadesca extraña en voces y practicando disparos… engreída de sus recientes victorias apareció ésta, como tengo dicho, por la puerta del Príncipe, aquella destinada a los toreros de postín… y entonces, pasado el inicial sopor por lo inusual del acontecimiento se hizo un silencio que se rompió de pronto al escucharse los aprestos que un baturro, dado a espontáneo, saltara al ruedo navaja en mano y emprendiérala a tajos contra el primer soldado que estuvo a su alcance. Bastó ese acto para que cientos le imitasen y, ¡vamos hombre!, qué espectáculo aquel de ver rodar hombres y chillar doliéndose, que los navajazos blandidos con esa habilidad que Dios ha puesto en nuestros hombres eran de pintura… degollados en un santiamén, soldados y clases rodaban tintos de su sangre, que al correrles a raudales desde sus abiertos gañotes destacaba en sus dólmanes, otrora albos y gallardos. Se inició una persecución por ruedo y tendidos, doquiera el pueblo fiero y amostazado pillaba al odiado enemigo; dábale caza y muerte sin escuchar clemencia… amén de que nada sabe del francés…
Avisado el jefe enemigo de la matanza dentro del recinto, ordenó abrir la puerta grande de un certero tiro de cañón, y voladas que fueron las pesadas tablas lanzó por ellas dentro del corto túnel que salva los tendidos de sombra con dirección al soleado albero, una sección de sus Cazadores a Caballo de dorado casco, botas altas y fulgurante sable. ¡Qué bello espectáculo y qué marciales formas la de esos atletas! Pero, un avisado peón de la plaza, de aquellos amoscados con el contagioso espectáculo, abrió la puerta de chiqueros y pronto irrumpieron en el alborotado ruedo los seis del Jaral. ¡La batahola que se armó allí mismo...!
Como bien sabido lo tiene Vd., carísimo amigo mío, de aquel especial odio que profesa el toro bravo por hombre y caballo, que al momento las bestias la emprendieron sobre las nobles cabalgaduras y destripadas que eran y sus jinetes caídos, embarazados que estaban de sus pesados petos y guanteletes, nuestros bureles alternaban caballos con soldados; alzados guiñapos volaban por los aires, aquellos engreídos victoriosos caballeros que, o bien caían desarmados para ser nuevamente cogidos en vilo, o eran recibidos en el aire para ser ensartados y despedidos con preciso golpe por aquellas reses, de esa bravura heredada por generaciones. Toros lanzadores que empitonaban doquier fuere el lugar que asestaban en esos desdichados.
Un botinero, bizco del izquierdo por añadidura, y codicioso para más datos, había alcanzado a un desarmado y rubio jinete en la tabla de un burladero y le tenía pasado por la espalda y mientras el desdichado alzaba los brazos en dolorosa desesperación el formidable toro había quedado presa de su golpe con hombre y tabla atravesados. Podeos imaginar escenas de las más espeluznantes, y habréis acertado sin lugar a duda.
Como quiera que los poquísimos y maltrechos supervivientes salieran a la plaza dando alaridos, perseguidos por toros y poblada, el regimiento francés, guarnecido en cuadro en el generoso espacio de la explanada de San Nicodemo esperó, impertérrito en pasmosa gala y marcial compostura, ataque tan singular, y después de la primera y única descarga que alcanzó a disparar fue destrozado por la embestida como si aquellos quinientos hombres hubieran sido gloriosa mata de flores arrancada en vilo por un vendaval. Es pues, señor mío, que la derrota de Pamplona se castigó el domingo en la serenísima plaza de Jaén donde no hay francés vivo para contarla.
Huelga añadir que la tarde fue buena, asueto para los espadas, palmas para el pueblo, palmas para el encierro y pitos atronadores para los pobres godos que a esta hora yacen sepultos en piadosa fosa. Se sabe que el Emperador quedó silente al recibir semejante noticia y en junta de su Estado Mayor, frente a un mapa de operaciones, discute alguna estrategia para la toma de Jaén. No es para menos.
Con la esperanza puesta en esta nota que habrá de llevar a vuestro corazón de español el natural regocijo por tan extraña como aplastante victoria en las serranías de mi pueblo, me despido de Vd. no sin antes permitirme añadir que si la resistencia que vamos a ofrecer a los invasores se castiga de la forma como ha ocurrido por estos lares y que he narrado para Vd., con algún detalle, muy pronto estaremos nuevamente contagiados del alborozo de traer de vuelta a nuestro amadísimo rey D. Fernando VII, El Deseado, que Dios guarde, y tenga yo entonces la personal dicha de estrechar vuestra mano, mi querido conde, noble amigo y esclarecido caballero.